JUAN JESÚS GARCÍA  |  Granada, 08/10/2018

Nos llegaron hace una década dentro de un paquete promocional llamado 'Calaveras y diablitos', con el que se intentó hacer frente al colonialismo imperativo anglosajón para dar un toque de atención sobre la existencia de un inexplorado (y casi infinito) rock y pop hispanoamericano por descubrir. Aquí, en la antigua metrópoli, siempre se había mirado de soslayo la música de las "colonias", pero aquellos discos fueron una fuente de satisfacciones que los más curiosos supieron aprovechar muy bien para intuir un mundo fascinante de sonidos, que, además, era mucho más nuestro. Entre los que se sorprendieron por el descubrimiento cabe reseñar al solvente historiador del rock, cazatalentos y estrella de la BBC, Charlie Guillett, que abrazó la causa aterciopelada con ardor vocacional.

Andrea Echeverri y Héctor Buitrago son algunos de los que han llegado más lejos desde aquel pequeño desembarco. En USA los adoran y la prensa americana los ha situado entre los veinte grupos más influyentes de la historia del rock, que siendo colombianos ya tiene mérito. Y su influencia viene quizás por el mundo tan personal e intransferible que manejan, completamente ajeno al lenguaje y la sintaxis anglosajona de indies y "alternativos mainstream" (oxímoron que llena festivales) de troquel, con bulliciosos sonidos de la casa y ritmos de la tierra, tan enraizados e imaginativos como los complementos de Andrea, una magnética chamana desplegando sus mejores alas y galas para la seducción.

Al Aliatar trajeron su último disco, el de reunión, 'Claroscura', en el que han cambiado de registro tanto como de estética, han sustituido el plus de percusión (eso sí, complementando la batería con un restallante timbal pailero) por teclados y aporte sintético; se han dejado en casa el cegador colorido indígena y suenan más lúdicos y bailables. Aunque sonar, sonar, no terminaron de hacerlo, y se les notó muy incómodos.

Convencionalmente hablando sus canciones van de la champeta o la cumbia (el esperanto hispanoamericano ¡con extensión en Granada vía Eskorzo!) hasta el hardrock y los ritmos de pista, pero cuando sale su portavoz al centro del escenario todo cobra sentido.

La Echeverri es una hipnotizante hechicera cordillerana, una "animala" de escenario que concentra todas las miradas y atenciones. Una verdadera agitadora y tan mordaz e irreverente como la surrealista calavera luminosa de su pecho, la seta daliniana de su sombrero o la taza de café modelo Lewis Carroll con que se tocó al final. Maniobra con una modulada voz, suave y tierna (o feroz) que lanza canciones como torpedos hacia los temas más candentes del actualidad con una comprometida visión femenina del mundo, desde el planetario (abrieron con un video llamando la atención sobre la asfixia plástica del globo) al doméstico, proyectando las letras para que se pudieran seguir literalmente sus intereses, algunos de los que, desde aquí pudieran parecer lemas de autoayuda, pero que en sus latitudes son enormes problemas sociales. Una gran banda, aunque mejor recordar sus visitas anteriores, mucho más chéveres.