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SOGORDA Y SURFEA

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SOGORDA Y SURFEA

El zumbido

El zumbido no paraba de aumentar su intensidad. Se había convertido en una presencia que no podía controlar. Ya era parte de mí.


Redactor  REDACCIÓN  |  Madrid, 23/03/2010


De algún oscuro y lejano rincón llegaba un zumbido. Era como un rumor mantenido y constante, de una frecuencia muy baja pero, al mismo tiempo chirriante. No sería capaz de describir qué tipo de sonido era el que confundía mis sentidos. Los días pasaban y el zumbido se hacía cada vez más fuerte, pero no por ello más claro. Empezaba a distinguir diferentes frecuencias y amplitudes de onda. Me atrevo a aventurar que, incluso, era capaz de captar una base rítmica en medio de esa amalgama de disonancias y espectrales ruidos.


El zumbido no paraba de aumentar su intensidad. Se había convertido en una presencia que no podía controlar. Ya era parte de mí. Días tras día, se iba apoderando de mi ser. Todo lo que había sido a lo largo de mi vida se esfumaba como el humo de un cigarrillo. El espeluznante y cavernoso sonido me apartó de mi familia, de mis amigos y de mi trabajo. Nadie más que yo era capaz de percibirlo y todos me tomaban por un delirante tarado. De algún modo, yo sabía que el zumbido no sólo estaba en mi cabeza; sabía que debía tener un origen. Y no pararía hasta encontrarlo.


Convertí la búsqueda en mi única razón para vivir. Caminé, hice auto-stop, engañé, robé, incluso asesiné. Los indicios del origen de mi sonido no paraban de llegar; me dirigían hacia algún lugar. No entendía por qué, pero sabía que, tarde o temprano, llegaría a ese lugar. Mientras tanto, el zumbido se había convertido en mi mejor compañía. Sus tonalidades rítmicas iban evolucionando y yo las secundaba con mis propios alaridos. Se podía decir que manteníamos largas y demenciales conversaciones. Incluso me atrevería a asegurar que el ruido se había convertido en mi mejor amigo, en mi único amigo.


Finalmente llegué a un lugar: una vieja fábrica de cemento ubicada en una gris y contaminada costa. El zumbido había llegado a su punto máximo de intensidad y lo demostraba con su habitual estilo. Modulaba su frecuencia alocadamente; la tonalidad subía y bajaba sin parar; el ritmo se descontrolaba en continuos vaivenes temporales. Creo que el zumbido estaba feliz. Jamás lo había notado tan feliz. Espontáneamente comencé a bailar. La euforia se hizo dueña de mis sentidos. Los movimientos y contorsiones de mi cuerpo estaban fuera de control. El éxtasis del momento no me permitió darme cuenta de que no estaba solo. Allí había alguien más que, como yo, se encontraba saltando y bailando alocadamente. Advertí que su movimiento estaba sincronizado con el mío. Una extraña sensación me invadió cuando observé que la desconocida presencia también se había fijado en mí, y se encaminada hacia donde yo estaba. Como atraídos por una extraña fuerza, fuimos a nuestro encuentro. Nos mantuvimos horas observándonos, en silencio. Nuestros semblantes reflejaban excitación y perplejidad. Sin haber intercambiado una sola palabra, tenía la absoluta certeza de que  mi destino estaba irremisiblemente unido al de esa persona. De algún modo, ambos habíamos ido a parar en el mismo momento a la misma sucia y recóndita costa; un lugar al que yo había llegado guiado por un zumbido tenaz y desconocido.


Algo estaba ocurriendo allí, y ambos lo sabíamos. Instantáneamente empezamos de nuevo a bailar, pero esta vez con mayor intensidad. Nuestros grotescos movimientos estaban perfectamente acompasados y la felicidad se reflejaba sobre nuestros rostros. Algo había cambiado dentro de mí. El derroche de energía y el éxtasis del baile habían eliminado de mis sentidos cualquier tipo de influencia externa. Al principio no supe de qué se trataba. Aunque observando la nueva presencia que me acompañaba, no tardé en averiguarlo. El zumbido había desaparecido.

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