VICKY PEINADO  |  Madrid, 21/12/2011

'EN LA LUNA', coproducida por Teatre Lliure y La Abadía, es una pieza maravillosa en la que Alfredo Sanzol perfila un retrato certero de las generaciones herederas del franquismo y de la transición a la democracia de nuestro país. Mete el dedo en la llaga y alguno que otro en el ojo, porque las risas que arranca del patio de butacas son de identificación, lo que implica que esas carcajadas están ahogando muchas lágrimas y abriendo las costuras del respetable que se revuelve en sus asientos sin poder quitar la vista del escenario, dado el ritmo frenético con que las acciones se suceden.

La memoria histórica, la miseria, el dolor del desarraigo, la nostalgia, la infidelidad, la adolescencia, la infancia, el machismo, la emancipación de la mujer, la incongruencia de una sociedad que se cree mayor de edad pero que se encuentra en pañales, la desubicación que sufre el ciudadano de a pie ante una situación política inestable e incierta, la familia, la losa cristiana, los problemas intergeneracionales.

Sanzol, en un precioso homenaje a su hijo recién nacido, hace un repaso por cada uno de nuestros pecados, por los de nuestros padres y nuestros abuelos y traza un mapa que nos lleva a lo que somos hoy. Un producto defectuoso del que se puede reír uno largamente o llorar amargamente, se puede elegir o hacer ambas cosas, durante la función da tiempo a pasar por varios estados.

El armado general del espectáculo, sin fisuras, arrastra al público hacia dentro, porque estamos ligados sentimentalmente a cada una de las escenas, en todas hay algún elemento significativo que reconocemos como cercano o propio, obliga a mirar en las repisas del fondo del recuerdo, a través de la risa, de la fragilidad de nuestros argumentos y de los miedos que nos atenazan.

Cada una de las piezas tiene sentido y se complementa con el resto, articulando un entramado de memoria de un país que acusa una falta de madurez esencial para el crecimiento del mismo sobre unas bases sólidas que lo sostengan. Una sociedad dividida entre los que no pueden olvidar porque el recuerdo no se termina de completar y los que quieren cicatrizar las heridas sin antes haberlas limpiado, con un costurón que se abre y supura de continuo.

La dimensión que el montaje da a la idiosincrasia propia, delata un intento de poner la lupa sobre los errores de bulto y sobre la humanidad descarnada que destilamos, tiernos y torpes, cobardes y sublimes, confusos y abocados a poner etiquetas de las que se desconoce el significado, véase la de "democracia".

El elenco actoral ejecuta a la perfección cada uno de los personajes que le tocan en suerte, pasan de adultos a niños con una pasmosa facilidad (hacer que parezca fácil es lo que los hace grandes). Sin cambios de vestuario y con un contado número de elementos transforman a su antojo el espacio y la situación, sin que haya ningún esfuerzo extra por parte del público que entra rápidamente en cada situación empujado por la energía exquisita de los intérpretes. La limpieza de las transiciones es absolutamente mágica y el aprovechamiento del espacio es una suerte de alquimia que responde a lo que podemos llamar teatro con mayúsculas.

Un patio de butacas salpicado de blancos cráteres lunares, la visión del planeta Tierra desde la Luna en el escenario justifican un nuevo punto de vista, como si estuviéramos mirándonos a nosotros mismos desde un espacio-tiempo diferente que nos hace tomar distancia y nos permite reírnos de aquello que nos parece ya pasado y que, sin embargo, está aún tan presente y nos revela lo que somos hoy.