ALFONSO SÁENZ  |  Madrid, 25/02/2010

Era una noche fría y húmeda en el Matadero. Los asistentes al rito comenzábamos a arremolinarnos curiosos, impacientes, intrigados por lo que iba a aparecer sobre el verde y cuadrangular prado lleno de cables y artilugios. Los ganchos para colgar los cadáveres pendían sobre nuestras cabezas en aquella sala de desvencijadas paredes. El ambiente se podía cortar como se corta un filete con un cuchillo bien afilado. Aún podía percibirse el olor de la sangre, el intenso e inconfundible aroma de la muerte. Dicen que, a veces, algunos lugares quedan marcados por los acontecimientos que allí se han producido. Como si los techos o los suelos tuvieran memoria. Una memoria incapaz de ser borrada.

Lo que ocurrió aquella noche, sin duda, no se borrará fácilmente de las memorias de los que, como el ganado, nos apelotonábamos en aquella sala del antiguo Matadero de Legazpi. GUADALUPE PLATA consiguió encandilar a toda la congregación con su blues-rock pantanoso e hipnótico. Los cada vez más numerosos adeptos a la banda ubetense vibramos con cada una de sus interpretaciones, que cabalgaban entre el Mississippi-blues, el rock and roll y el psycho-blues. El slide eléctrico de Perico Barceló fue capaz de arrancar sonidos a su guitarra como recién salidos de la garganta del mismísimo infierno. Sus chirriantes cuerdas consiguieron que los fascinados asistentes entráramos en estado de trance y sus alaridos resonaron en la vetusta estancia como ancestrales y macabras oraciones. Todo ello quedaba perfectamente compactado por los tambores rituales de Carlos Jimena y el barreño-bajo de Paco Luis Martos.

Como una serpiente, Guadalupe Plata envenenó para siempre con su música a un público que aplaudió fervorosamente el aquelarre. Dicen que mientras mantenga viva su raíz, el árbol sobrevivirá. Las raíces de éste se mantienen fuertes y poderosas en mitad de un cruce de caminos. Los frutos comienzan a germinar. Y Jesús está llorando porque sabe que estos frutos no son suyos.