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SCHWARZ + ROSVITA

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SCHWARZ + ROSVITA

El audionauta

Debo recuperar la cordura. Debo volver con esas personas que son capaces de sanarme.


Redactor  ALFONSO SÁENZ  |  Madrid, 18/02/2011


La atmósfera estaba agitaba aquella tarde de febrero en el sanatorio. No sabría explicar con precisión la sensación que experimentaba en aquel momento. Era como si una pequeña descarga invadiera todo mi cuerpo, un leve pero constante impulso eléctrico que lograba erigir cada partícula de mi piel. Apuraba la última cucharada de la maravillosa sopita que nuestra cocinera nos había preparado, cuando por la megafonía anunciaron que en 30 minutos saldríamos hacia la capital con motivo de la celebración de un acto sociocultural extraordinario, que culminaría con la asistencia a un concierto de música moderna en un establecimiento llamado La Boite.


La algarabía se hizo dueña de nuestra familiar institución mental y todos los internos corrimos hacia nuestras estancias para colocarnos nuestras mejores galas. Me enfundé en mis calcetines rojos de la suerte y me incorporé raudo a la fila de personas que se había formado en torno al autocar, instalado en la glorieta de la entrada. Un pálpito me decía que algo importante iba a pasar.


La gran ciudad no era como la recordaba. Un extraño velo grisáceo lo cubría todo y el ánimo de la multitud se adivinaba angustiado e intranquilo. No valgo un penique. Siempre lo pienso cuando me veo rodeado de tanta gente y de tantas cosas. Una lombriz de tierra tendría más agallas que yo, en este escenario.


Tras ingerir una deleznable bazofia en un antro de comida rápida en las inmediaciones de La Boite, procedimos a zambullirnos en los adentros de la sala de la calle Tetuán. Había muchas personas allí. No me siento seguro entre tantas personas, pero una violenta atracción me acercaba más y más hacia el escenario. Las descargas eléctricas eran cada vez más intensas. Pero eso me gustaba.


Unos tipos se subieron a las tablas. ROSVITA dijeron llamarse. Curiosos tipos. Uno de ellos, el que se sentó a la batería, llevaba una blusa de lentejuelas verdes que me recordaba mucho a mi niñez (por aquel entonces formaba parte del mundo del espectáculo y del cabaret). Una luz roja, y verde, y azul lucía en lo alto de su cabeza. A día de hoy aún desconozco si esa luz era real, o simplemente estaba en mi cerebro. Aunque esa duda se cierne sobre gran parte de mis recuerdos, y de mi vida, en general.


Cuando el señor de la blusa, su barbudo compañero y un tercero, que lucía un tupido bigote húngaro, comenzaron a golpear sus instrumentos, todo para mí empezó a cobrar sentido. La prófuga lucidez volvió a acomodarse sobre mis sesos. Aquellos disonantes acordes unían las diseminadas piezas de mi cerebro y la cordura iba siendo poco a poco reinstaurada.


El aleteo de miles de luciérnagas rojas, verdes y azules abanicaba mis sentidos y comencé a levitar impulsado por ritmos mágicos y melodías que entendía muy bien. Todo para mí era muy familiar. Inmerso en un paisaje conocido, viajé a cada rincón de mi psique. Y todo estaba bien, y en su sitio. Tras una serie de centelleantes zarpazos que me llenaron de gozo, Rosvita salió del escenario.


Aquel silencio me perturbó. Me encontraba desorientado entre el enjambre de personas desconocidas. Las luciérnagas se habían marchado y ya no encontraba la luz que debía guiarme. Fui a resguardarme al rincón más recóndito y oscuro de la sala. Decenas de demonios de grotescos semblantes me arrinconaban y acosaban con asfixiante tenacidad.


Al punto de la explosión, un murmullo embriagador comenzó a erizar de nuevo mi piel. Violáceos ángeles me rescataron de las diabólicas garras de mis acosadores y me introduje de nuevo en un mar de cordura. Desde lo alto, pude atisbar a tres hombres muy serios y concentrados sobre sus artefactos de hacer música. Se presentaron como SCHWARZ, aunque más tarde me enteré de que eran de Murcia.


Volvía a sentirme bien. La claridad se acrecentaba en mis pensamientos con cada chirrido y cada acople. Un sereno trémolo masajeaba mis neuronas y relajaba mi conciencia. De nuevo era dueño absoluto de mí mismo. Durante la hora siguiente, me abandoné al disfrute de la audición en un océano de policromas cadencias y apabullantes ritmos.


Y acabó el concierto. Y abandonamos la capital para volver a nuestro retirado hogar en las montañas. Allí seguían mis demonios, mostrando sus grotescas fauces. Atrás quedaron las nubes de color, las criaturas fantásticas, y los mágicos lugares.


Debo recuperar la cordura. Debo volver con esas personas que son capaces de sanarme. Gracias a su música, las piezas encajan y todo cobra sentido. Con ellos, me siento en paz.


Galería de fotos


Schwarz. Foto: Iñigo de Amescua Schwarz. Foto: Iñigo de Amescua Schwarz. Foto: Iñigo de Amescua Schwarz. Foto: Iñigo de Amescua
Schwarz. Foto: Iñigo de Amescua Schwarz. Foto: Iñigo de Amescua Schwarz. Foto: Iñigo de Amescua Schwarz. Foto: Iñigo de Amescua

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